La
estructuración política superior es hasta ahora la democracia. Esta es el
reconocimiento por parte de la estructura sociopolítica de que todos los
individuos que componen la sociedad civil son sujetos de los mismos derechos
humanos fundamentales, pues poseen finalidades propias que la trascienden. La
función del Estado democrático es representar y promover la voluntad de la
mayoría en concordancia con el bien común y respetando los derechos de la
minoría.
Patricio Valdés Marín
El
surgimiento de la democracia moderna
El gran mérito de la democracia como sistema político
es que se sustenta fundamentalmente en el reconocimiento social del derecho que
tiene toda persona a la vida y a la libertad. De estos dos derechos humanos
provienen todos los demás derechos y obligaciones. Se reconoce también que el
poder del Estado para promoverlos y defenderlos, que es su principal objetivo,
le es concedido por la autoridad del pueblo. La necesidad de proteger la
libertad personal de cada individuo que persigue su propio interés del arbitrio
de un Estado poderoso generó una institucionalidad política por la cual al
Estado moderno se le definió el objetivo de resguardar y defender los derechos
humanos y civiles de cada individuo.
Sin embargo, la democracia moderna, por ser hija del
individualismo, lleva un pecado de origen que resultaría de gran ayuda para la
humanidad llegar a redimir. Desde el punto de vista de la solidaridad y la
cooperación, resulta negativo que el interés de cada individuo se le considere
como exclusivo. Además, por la influencia del empirismo de Hobbes y Locke, se
ha entendido que un individuo está desvinculado del interés de otros
individuos, puesto que se trata de su propia felicidad, o en términos
contemporáneos, desde el psicólogo austriaco Alfred Adler (1870-1937), entre
otros, de su propia ‘realización personal’. En consecuencia, los conceptos de
individuo y su propia finalidad son los que están en juego.
La democracia moderna surgió tras dos revoluciones: la
estadounidense, en 1776, y la francesa, en 1789. Se concretaban de este modo
los anhelos evangélicos de libertad, igualdad y fraternidad, atesorados por
casi 1800 años desde la prédica de Jesús de Nazaret y repudiados por la nobleza
y el alto clero (la Iglesia es una institución monárquica) que optaban por el
origen divino de la autoridad política. A diferencia de cualquier otro régimen
político, en una democracia el Estado está en función o al servicio de los
individuos y sus derechos. En cambio, La Revolución rusa de 1917 puso al
individuo al servicio del Estado. Este totalitarismo puede ser comprensible,
pues su fundamento no fue el Evangelio, sino que Karl Marx (1818-1883),
probablemente como judío, poseía la tradición de una entidad suprema que
obtenía su gloria en tanto su pueblo se le sometía incondicionalmente. Distinto
es el Dios del Evangelio que aparece como misericordioso y salvador.
La instauración de la democracia supuso una verdadera
revolución política, pues se tuvo que confrontar tanto a los privilegios de la
nobleza y el alto clero como al poder del soberano que había llegado a ser
absoluto. Pero este surgimiento, que ocurrió después que los privilegios y
abusos alcanzaran niveles insostenibles, no significó cambios muy profundos.
Había ya en la cultura occidental valores que habían sido largamente atesorados
y que favorecían las nuevas relaciones que se estaban estableciendo entre los
individuos y entre éstos y el Estado. Fue como si la democracia fuera la forma
de régimen político que mejor se adaptaba a aquellos valores de la Ilustración.
Fue como si, en realidad, en la cultura occidental los valores democráticos
hubieran estado siempre presentes. Fue como si la democracia hubiera venido como
anillo al dedo de la cultura occidental. Los cambios sociales que se produjeron
a raíz del cambio político fueron naturales al ethos de la cultura occidental.
Desde su inicio la cultura occidental ha valorado, por
una parte, una actitud por la cual cada individuo se consideraba con los mismos
derechos fundamentales que cualquier otro, incluido el papa y el emperador,
quienes se diferenciaban sólo por una unción de un cierto carácter divino. Por
la otra, ha existido una conciencia generalizada que considera que la autoridad
proviene de alguna manera de la voluntad de la gente –vox populi, vox Dei–, aunque el poder establecido, para
autojustificarse, diera largas explicaciones teológicas y filosóficas de un
orden jerárquico para representar la voluntad que proviene de Dios en materias
de la autoridad política. Estas creencias de la cultura occidental se
caracterizan porque se cree que la autoridad está al servicio del interés de
cada uno y porque los individuos tienden a ser individualistas, a respetar lo
que convienen, a buscar por sí mismos y libremente su propio quehacer, a
liberarse de poderes coercitivos, en definitiva, a considerarse hijos de Dios y
hermanos de Jesucristo, y que la muerte iguala.
Estas valoraciones culturales provenían de dos de las
vertientes que han conformado la cultura occidental. La primera, que es
originaria de la cuna de los pueblos indoeuropeos nómades, en el Cáucaso, fue
la base para una actitud individualista, y surgió históricamente cuando el
caballo y el hierro llegaron a constituir los instrumentos del poder
individual. Cada individuo tenía la posibilidad a mano de poseer un caballo y
una espada. Este poder armado era, en una época en que se desconocía otra
tecnología mejor, el máximo posible. Todo individuo era, por lo tanto, un poder
en sí mismo. Cualquier príncipe guerrero debía definir previamente con sus
seguidores al enemigo y convenir la forma de repartir los beneficios que
resultaran de la guerra, como si ésta fuera una empresa comercial, y el tiempo
que duraría esta aventura. Así, el poder del príncipe provenía del poder
individual de sus guerreros organizados militarmente. Un príncipe resultaba ser
sólo un primus inter pares, lo que
representaba una diferencia completa de los reyes-dioses de los poderosos
pueblos agricultores, como los egipcios y los mesopotámicos.
La segunda vertiente de la democracia moderna proviene
de una maduración anticlerical y antiplatónica del evangelio de Jesús tras
comprender 1º que los seres humanos somos todos iguales ante Dios, nuestro
padre; 2º que tenemos finalidades propias que son decisivas para una existencia
transcendente y que, por tanto, están más allá de las finalidades fundamentales
del Estado, y 3º, pero no menor, que debemos amar a nuestro prójimo. Por el
contrario, se ha llegado a concebir que la autoridad política tenga por función
la promoción y defensa de los derechos humanos. Tanto el derecho a la vida como
el derecho a la libertad han surgido de una profunda conciencia evangélica, no
siendo así el derecho a la propiedad. Más bien, este último derecho fue
impuesto por la burguesía de los siglos posteriores al medioevo, la misma que
terminó por dar origen a la democracia moderna.
Pero la instauración de la democracia moderna requería
de ciertas condiciones culturales, sociológicas y tecnológicas que actuaran
como sus subestructuras. Estas fueron generadas principalmente por el gran
desarrollo tecnológico que ha experimentado nuestra época a partir de la
Revolución industrial, y que produce no tanto una división del trabajo como una
multiplicidad de especializaciones profesionales, junto con una mayor movilidad
social y migraciones de distintas gentes a diferentes lugares. Todo ello concentra
en un mismo territorio una variedad muy grande de grupos sociales y culturales
distintos y con intereses diversos.
De este modo, las sociedades contemporáneas tienden a
ser muy heterogéneas. Sus unidades discretas son individuos con características
culturales, religiosas y étnicas muy diferentes. Las sociedades modernas son
sociológicamente plurales y no admiten cernidores inquisitoriales. La
convivencia pluralista exige una gran capacidad de tolerancia, respeto mutuo,
solidaridad y claudicación a los respectivos privilegios de clase. Las leyes
pluralistas recogen las normas éticas más generales, aquellas que hacen posible
la convivencia democrática, pero se hacen más complejas por la heterogeneidad
de las partes que componen la sociedad. Pasó la época en que la autoridad podía
exigir un determinado comportamiento ético con el objeto de conseguir una
convivencia pacífica, y que el conjunto de la población acataba sin discusión.
Asimismo, la enorme diversidad de una estructura social
moderna, junto con una educación masiva, se encuentra más a tono con una
estructura política de carácter democrático, pues dicha estructura social ya
ofrece mayor resistencia a ser manipulada por los intereses particulares de
algún grupo determinado, sea éste religioso, económico o social. El pluralismo
en su seno, que ha venido incrementando en el curso del siglo XX, demanda que
entre el Estado y el individuo no exista ninguna institución mediadora, y que
absolutamente todos los individuos tengan al Estado como contraparte.
La
democracia en el tiempo
Los totalitarismos marcaron la historia de buena parte
del siglo XX. Sin embargo, los pronósticos de autores que vivieron en aquella
época, como Aldous Huxley en Mundo feliz,
y George Orwell en Animal Farm y
1984, no se han cumplido porque la estructuración no es reduccionista, sino que
salta a escalas mayores, siendo la democracia, por ejemplo, un sistema político
de escala mayor que no solo engloba y transforma instituciones sociopolíticas
anteriores y más simples, sino que principalmente relaciona a la perfección las
dos subsestructuras sociopolíticas esenciales: la sociedad civil y el Estado,
la libertad individual y el poder coercitivo político.
No es impensable que en un futuro la estructuración
socio-política salte a otra escala al adquirir conciencia de la indefensión y
de las necesidades de los marginados y desvalidos de la sociedad, o de una
mayor conciencia acerca del valor único y múltiple que tiene la persona, o de
la inicua e hipócrita explotación que sufre el trabajo de manos del capital
privado.
En el curso de la historia la conciencia acerca de la
dignidad de las personas y la dependencia de causas externas de la acción
intencional ha ido en aumento. Esto se puede observar, por ejemplo, en la
humanización que han sufrido las penas judiciales. La conciencia social de los
derechos humanos ha tendido a establecer funciones para el Estado que
trascienden la mera promoción de la paz y el orden. El respeto a que obligan
dichos derechos ha ido cuestionando muchos privilegios que se suponían hasta
ahora que eran naturales. Del mismo modo como la crianza de los menores y el
cuidado de los ancianos y enfermos es una conducta corriente de los seres
humanos, tal vez la sociedad logre algún día adquirir la función de cuidar a
los incapacitados y minusválidos como algo natural y llegue a horrorizarse como
algo bárbaro la presencia de mendigos humillándose para sobrevivir de los
desechos en los basurales.
En una perspectiva de largo plazo, podríamos suponer
que la democracia no es la máxima estructuración política posible. Otras fallas
estructurales que admitirían soluciones en otra escala son, por ejemplo, hacia
afuera, el antagonismo latente entre naciones-Estados, y hacia adentro, la
dificultad de estructurar instituciones democráticas más eficientes cuando el
origen es el consenso negociado entre partes políticas con poco sentido
democrático, como la burguesía capitalista contemporánea y su desmesurado poder
económico.
Probablemente, muchas fallas estructurales provienen de
tener que incorporar subestructuras que son muy funcionales para otras
situaciones políticas. Ejemplo trágico de esto son las instituciones armadas.
Su inherente verticalidad del mando y no-deliberación, que son cualidades
indispensables en el campo de batalla, genera valores y comportamientos
ciertamente muy poco democráticos. Los militares, cuando actúan como grupo de
poder político en el seno de una democracia, atentan en su contra. Tampoco
otras actividades, como la industria y el comercio, son democráticas, no pueden
serlo, pero los individuos que trabajan allí actúan en forma absolutamente
democrática en la sociedad civil.
La democracia moderna es una estructuración
sociopolítica muy reciente en la historia de la humanidad y constituyó una
verdadera revolución política. Según la definió Abraham Lincoln, la democracia
es el gobierno del pueblo, por el pueblo, para el pueblo. Los súbditos,
sujetos pasivos y dependientes de la voluntad real, se transformaron en
ciudadanos y activos detentores del poder político. La ley ya no sirvió para
formular caprichos de gobernantes y obligaciones de gobernados, sino que para
ordenar jurídicamente los derechos y deberes de los individuos y las funciones
y deberes del Estado. La función del Estado ya no estuvo dirigida, como
pretendió Platón, a imponer normas de conducta y condiciones a los individuos,
en el supuesto de que serían más virtuosos, sino que para permitir su mayor
acción libre posible, en el supuesto de que a cada cual le compete decidir cómo
ser más feliz y como formular su propio proyecto de vida, pues ninguna
autoridad es considerada tan respetable que pudiera indicar el camino de la
felicidad y del quehacer.
La democracia moderna había comenzado a emerger en
Inglaterra con la Revolución Gloriosa de 1688, a partir de las aspiraciones de
la crecientemente poderosa burguesía frente a una monarquía que desde la Carta
Magna, de 1215, estaba restringida en su poder. Su comienzo fue lento y
tortuoso en Europa y América y, dependiendo del país, tuvo que pasar por
monarquías absolutas, déspotas ilustrados, monarquías constitucionales,
repúblicas oligárquicas, Estados corporativistas nacionalistas y comunistas,
hasta alcanzar situaciones más políticamente liberales, según el ejemplo de experiencias
foráneas y el desarrollo de un pensamiento político democrático. Su base surgió
por la concertación de individuos pertenecientes a numerosos grupos distintos,
en su mayor parte urbanos, que exigieron ser atendidos en sus derechos
naturales por el Estado. Puesto que los grupos eran heterogéneos, la
vinculación entre la estructura social y la política no se hizo a través de
agrupaciones de individuos, sino que se hizo mediante los mismos individuos.
Por una parte, éstos lograron adquirir una identidad con esta organización de
escala mayor denominada nación-Estado y, por la otra, pudieron asociarse
libremente en agrupaciones autónomas que no competían con las funciones propias
del Estado, sino para asumir funciones subsidiarias.
La democracia moderna es algo diferente de aquélla que
nació con la Revolución norteamericana de 1776, pero que instituyó el modelo.
Ésta fue la creación de agricultores independientes y autónomos, con una
negativa experiencia de intolerancia religiosa y sometimiento al autoritarismo
arbitrario propio del feudalismo, quienes, al calor de la lucha por la
independencia, adquirieron un fuerte sentido de la libertad y la
individualidad. Ellos deseaban liberarse de una vez para siempre del poder de
una nobleza privilegiada y de una Iglesia intolerante y autoritaria, y
establecer una democracia popular. Sin embargo, una vez enfriados los ánimos,
la Asamblea Constituyente forjó un sistema de equilibrios y frenos que resolvió
el conflicto entre el deseo de la mayoría y los derechos naturales del
individuo. Además, aquélla consideró como uno de los principales derechos
naturales e inalienables el derecho de propiedad. El resultado de esta decisión
fue que estableció una sólida democracia, pero de corte completamente burgués.
El pensamiento de Locke era entonces muy fuerte.
La democracia no fue sólo una reacción contra el
privilegio y el autoritarismo. Por el camino trazado por Rousseau, ella surgió
principalmente por el deseo de afirmación individual y de autodeterminación más
plena. Esta loable aspiración significó, no obstante, la anulación de cualquier
identidad individual heredada que permitía el desempeño de roles determinados y
la posesión de derechos y deberes particulares. En consecuencia, se hizo
natural en la conducta de los individuos que vivían en democracia la búsqueda
incesante de un status en el que pudieran encontrar una identidad propia.
Además, si el status dependía de la condición económica y si esta condición era
accesible a cualquiera que se esforzara lo suficiente, y recíprocamente si se
perdiera ante un fracaso, los individuos se caracterizarían por ser
competitivos y exitistas y por asumir mandatos psicológicos de realizaciones
personales.
La
fragilidad de la democracia
A pesar de que una democracia resulta ser más eficiente
para los objetivos de asegurar la paz y el orden social, de garantizar los
derechos humanos y de promover el bien común de la sociedad civil, no es un
régimen político completamente estable. Una democracia es un caso de
estructuración muy compleja, en la que intervienen una multiplicidad de fuerzas
aplicadas muy sutilmente, tales como el respeto por los derechos de todos, el
reconocimiento de la igualdad de todos los individuos ante la ley, el valor dado
a la libertad individual, el que surgió como una condición imprescindible para
la realización personal.
Pero una fuerza poderosa puede destruir una democracia
de la misma manera como un martillazo puede hacer añicos un delicado y costoso
reloj. Además, la estructura política tiende a corromperse, a acumular vicios,
a estructurar clases políticas y hasta impenetrables camarillas de poder,
semejantes a las mafias. La estructura social tiende a dividirse en grupos
sociales antagónicos, intolerantes, que buscan el privilegio, principalmente a
causa del incontrolable poder que ejerce el capital en una economía
capitalista. Si las instituciones democráticas se vuelven incapaces para parar
los agentes corrosivos, se produce la anarquía. Por ello, no es infrecuente el
ascenso de dictaduras, apoyadas en el poder militar, más o menos autoritarias,
que supuestamente intentan solucionar los problemas generados, empleando mayor
fuerza, que viene de la mano con la arbitrariedad. Las condiciones para que se
produzca un golpe de Estado se hacen favorables cuando los distintos grupos se
polarizan frentes a desequilibrios producidos por una concentración del poder
en minorías combativas. Ello significa la ruptura de las reglas del juego
democrático. Ello no significa una síntesis que solucione las contradicciones
que se habían generado, sino el fortalecimiento del grupo social que sustentó
el golpe.
Pareciera que la alternancia en el poder de gobiernos
electos por sufragio universal y dictadores es una característica de la actual
estructuración social, la que alberga en su seno no sólo grupos antagónicos que
caen en la tentación de dirimir sus controversias al margen de las normas
constitucionales, sino también cobija ideologías autoritarias que suponen que
las decisiones tomadas en forma democrática no son las mejores, e ideologías
clasistas que pretenden que únicamente las elites son capaces de gobernar. El
origen puede deberse a una tradición cultural con escaso sentido del valor de
la libertad individual y de respeto a los derechos civiles y, por el contrario,
con fuerte raigambre autoritaria y clasista.
Las dictaduras son, sin embargo, intrínsecamente
inestables cuando existe una tradición democrática. Representan a minorías en
sociedades altamente estructuradas y complejas. La represión que necesitan
ejercer para mantenerse en un poder que no nace de una mayoría concertada las
va desgastando rápidamente, y las metas propuestas no logran concitar el
entusiasmo de las mayorías. Si bien el beneficio social de una dictadura podría
ser el superar un eventual conflicto que pudiera desembocar en una guerra
civil, normalmente la ilimitada codicia y la irrefrenable vanidad de quienes se
hacen con el poder incontrarrestable neutraliza el posible beneficio. El
experimentado político Winston Churchill (1874-1965) fue el autor de la muy
conocida frase: “el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”.
El peor daño que hace una dictadura no es únicamente la suspensión temporal del
ejercicio democrático, sino que es destruir el complejo entramado de confianza
y responsabilidad que posibilita la convivencia democrática.
Las democracias que están surgiendo con cada vez mayor
fuerza después de la Segunda Guerra Mundial ocurren en países que se están
industrializando. Sus antiguas estructuras sociales, basadas en la agricultura,
se están urbanizando, lo que genera transformación y diversificación,
haciéndose cada vez más pluralistas en sus culturas. Pertenece, por tanto, a
una escala superior la estructuración política que está surgiendo de la
estructuración social contemporánea.
En la democracia, en la medida que la población
participante en su estructura sociopolítica aumenta, el poder político relativo
del individuo disminuye a una insignificancia imposible de imaginar en una
sociedad tribal, pero que no necesita ser virtualmente ejercido si éste es
plenamente respetado en sus derechos fundamentales. Además, la funcionalidad
individual se ve levemente intervenida por un Estado democrático, en
comparación con la intervención en su libertad de la omnipresente tribu o de un
Estado totalitario. Las diferencias entre la democracia y la tribu son muchas,
pero la democracia tiene entre sus objetivos más importantes recuperar la
solidaridad y cooperación propias de la tribu para conseguir el bien común.
La
fuerza de la democracia
La democracia es un régimen político que pertenece a
una escala superior de la estructuración sociopolítica, pues su existencia
reconoce que los individuos poseen objetivos que le son propios y que
trascienden la estructuración sociopolítica, cuya escala fundamental es la
tribu. En la tribu, en cambio, el individuo es asumido por entero dentro de su
ámbito, siendo su propia identidad subsumida por un todo socio-político que es
totalmente invasivo de la personalidad individual. De este punto de vista, los
totalitarismos del siglo XX no fueron más que buscar construir una gran tribu e
identificarla con la nación.
A diferencia de la tribu, en la democracia sólo aquella
parte de la persona que se relaciona con el bien común y la convivencia social
entra a formar parte de la estructuración sociopolítica, al tiempo que ella le
reconoce funciones que le son ajenas, pero muy propias a cada persona en
particular, como es la plena libertad de pensamiento, creencia y expresión, y
también, como afirma la tradición empirista y positivista, la búsqueda de la
propia felicidad, corrientemente entendida por dicha tradición como una
satisfacción placentera de necesidades. El concepto “individuo” debe ser
entendido entonces como aquella parte de la persona que integra la sociedad
civil y se relaciona con el Estado, mientras el Estado reconoce que tras el
individuo existe una persona que lo trasciende.
También la existencia de la democracia demanda la
participación activa y responsable de las personas de la sociedad civil. No
basta con imponer formalmente un régimen democrático, establecer su
institucionalidad y luego esperar que funcione de modo automático. Para que una
democracia funcione, entre las condiciones estructurales indispensables se debe
mencionar principalmente una responsabilidad cívica que entiende que el
ejercicio de los derechos es recíproco al de las obligaciones. Una democracia
requiere que exista la convicción generalizada en los individuos de tanto ejercer
libremente sus derechos para perseguir sus propios objetivos como respetar los
derechos de los demás.
Lo anterior se puede explicar mejor con la idea de que
el estado de derecho no se identifica con la democracia, aunque a ésta le
conviene su existencia. El primero tiene por finalidad la paz y el orden, pero
no asegura necesariamente la libertad individual. En el fondo se trata de la
diferencia entre el derecho a libertades que asegura el estado de derecho y el
derecho a la libertad que es el objetivo de la democracia.
Una democracia es el resultado de una necesidad que se
manifiesta en las conciencias de las personas de anteponer el interés colectivo
al interés individual y, al mismo tiempo, de tener la necesidad de buscar
libremente su propio destino con independencia de cualquier otro poder
coercitivo, pero con un absoluto respeto de los derechos ajenos. Es una especie
de sutil mezcla de solidaridad y cooperación con individualismo. En cierto
sentido Platón tuvo razón al creer que una buena sociedad se consigue cuando
los individuos son virtuosos y poseen areté.
Para que se pueda estructurar una democracia, es
necesario que los individuos tengan conciencia tanto de su propia identidad,
distinta de la sociedad y con una finalidad propia, como de formar parte de la
sociedad y compartir sus objetivos en torno al bien común. Sólo así, un
individuo, al autodeterminarse libremente, puede hacerlo en función del bien
común. Puesto que el ejercicio de una democracia real (no formal) depende de la
virtud de los ciudadanos, no es cosa de establecer en cualquier parte de la Tierra
un régimen democrático. El voluntarismo tras ese objetivo usualmente conduce
tal intento al fracaso.
El objetivo de una democracia puede ser visto semejante
al de la santidad. En ambos casos dicho objetivo es muy difícil de alcanzar, no
obstante ser una finalidad no sólo válida, sino estimable y deseable. Tal como
la santidad, que se basa en la libertad personal, la democracia se basa en la
libertad de las personas. Si la santidad es una virtud personal, la democracia
es una virtud de la colectividad. De modo que tal como una persona puede pecar
y renunciar a la santidad en pos de poder o placer, una colectividad puede
deslumbrarse ante un caudillo demagogo y renunciar a las libertades y los
derechos en pos del brillo de falsas promesas.
El reconocimiento de que los individuos son personas y
tienen consecuentemente objetivos anteriores a la constitución de la estructura
sociopolítica contradice la práctica del realpolitik
auspiciada por ideologías políticas que suponen que el Estado tiene finalidades
propias, ajenas de la de los individuos y superiores a la de éstos, como si los
individuos no fueran personas. Así, aunque entre sus objetivos esté la
seguridad nacional e incluso su propia preservación, no puede un Estado
democrático violar los derechos de las personas, pues éste está justamente para
asegurarlos. Sólo en situaciones excepcionales, como desastres naturales o
guerras, cuando es posible que surja la anarquía y la desprotección, el Estado
puede suspender o limitar ciertos derechos. Una doctrina de seguridad nacional
es contraria a la práctica democrática.
El reconocimiento por parte del Estado de la dignidad
de todas las personas sin excepción tiene múltiples implicancias. A pesar de
que sin paz ni orden no hay nación, significa que la promoción y defensa de los
derechos humanos, que son fundamentales e inalienables, es la función primaria
del Estado y está incluso antes que asegurar la paz y el orden. Significa que
el poder político debe servir a los intereses del pueblo y el estado de derecho
debe garantizar el respeto de los derechos individuales. También significa que
la acción política, que debe responder a la voluntad de la mayoría, no es la
consecución de una verdad, sino que de condiciones que posibiliten el bien
común según la voluntad de la mayoría, pero respetando simultáneamente los
derechos de todos sin excepción.
Una democracia que contenga en su seno una pluralidad
ideológica y sociológica, como es el caso habitual, requiere que los individuos
reconozcan tanto los derechos individuales de todos como la existencia del bien
común. El bien común, en tanto objetivo propio de la sociedad civil, es la
razón de ser del Estado. Además, éste trasciende la multiplicidad de intereses
particulares tanto de cada individuo como de cada grupo ideológico y social.
Tanto la estructura social como la política, que son
las unidades discretas de la estructura sociopolítica, no son ajenas entre sí
ni están en una relación de subordinación de una por la otra, una en la calidad
de dominante y la otra en la de sometida. Por el contrario, las unidades
discretas que componen la sociedad civil, esto es, las personas individuales en
tanto ciudadanos, son las mismas que componen el Estado. En consecuencia, la
autoridad del gobernante de una democracia no proviene de Dios, de la fuerza,
ni de una casta, llámese militar, clerical, burguesa o proletaria, por la cual
puede sustentar una estructura política autónoma y distinta de la estructura
social. El gobernante es un representante electo de los ciudadanos, quienes por
este acto no le transfieren su autoridad, sino que le entregan un mandato para
gobernar. Tal mandato no representa un honor ni un privilegio, sino una
obligación para servir, y el gobernante libremente la asume, como una vocación
de servicio.
Podríamos decir que la democracia es el sistema
político que encarna los ideales más queridos tanto del republicanismo como del
liberalismo y el socialismo. El otro llamado en el ideario de la Revolución
francesa, la fraternidad, lamentablemente se encarna con mayor facilidad en los
regímenes totalitarios y nacionalistas.
La democracia es en sí un régimen político, pero,
considerando que este tipo de estructura posee funciones económicas, no está
desvinculada del régimen económico que ésta adopte. De este modo, se puede
hablar de social democracia, democracia liberal o burguesa, democracia popular
y democracia neoliberal. En todos estos casos el establecimiento de una
verdadera democracia queda limitado por los condicionamientos ideológicos del
régimen económico adoptado. En una democracia liberal o neoliberal las
libertades políticas sufren desmedro a causa de las libertades económicas. En
una social democracia, las libertades económicas sufren desmedro a causa de la
acción estatal. Es como si la democracia debiera vender su alma al diablo de la
economía para lograr tener éxito.
Un seguidor del liberalismo económico pudiera entender
que el egoísmo que supone el libre mercado debería estar presente en el régimen
democrático. Pensaría que si el Estado tuviera como única función el permitir
la libre prosecución del interés individual y sólo regulara los deberes de cada
cual, con énfasis puesto en el derecho de propiedad, el interés colectivo
surgiría espontáneamente. Sin duda, dicha persona deberá omitir que los seres
humanos somos más que individuos con necesidades insatisfechas.
La libertad individual es ambivalente en la perspectiva
de la democracia y de la república. No interesa tanto a una democracia la
libertad “para”, como sí le interesa a la economía neoliberal de libre mercado.
Este tipo de economía supone que el individuo productor-consumidor debe
ser libre en el mercado para poder vender y comprar. Para la
democracia republicada, en cambio, es importante que el individuo sea libre “de”,
es decir, que no esté coercionado por poderes políticos y pueda
autodeterminarse libremente. En este sentido, la coacción ejercida por la
publicidad para inducir a un individuo en un cierto comportamiento en el
mercado no es democrática.
La
esencia de la democracia
En esta estructuración sociopolítica de escala superior
que es la democracia se reúnen estructuras o condiciones evidentemente
necesarias y que podríamos enumerar como sigue:
1. El poder político pertenece al pueblo que está
constituido por personas libres y no atañe a soberanos que lo posee
supuestamente por derecho divino.
2. El poder se utiliza para asegurar los derechos tanto
naturales como positivos de las personas y está al servicio del pueblo en vez
de una minoría.
3. El Estado no se inmiscuye ni en la moral ni en la
ética, ni tampoco guía la acción de los individuos, sino que establece
condiciones estructurales para que la persona pueda actuar libremente para ella
determinarse a sí misma y formular su proyecto de vida.
4. Persigue la igualdad política y jurídica de los
ciudadanos.
5. Reconoce la dignidad de todas las personas.
6. Considera la capacidad que cada persona tiene para
autodeterminarse.
7. Confiesa la igualdad natural, no sobre bases
religiosas, étnicas, de género, estructurales o funcionales, sino según
finalidades existenciales de autodeterminación, propias de la persona.
8. No tiene por finalidad el interés de algún grupo, ni
siquiera de la mayoría gobernante, sino que el interés del todo, es decir, del bien
común, el “bien público” de Locke o el “interés general” de Rousseau.
9. El Estado es el mismo pueblo en su función de
soberano.
10. La soberanía, que reside en el pueblo, es ejercida,
en una democracia indirecta, por representantes libremente elegidos que son
mandatarios del pueblo y asumen funciones políticas en el Estado.
11. Para ser fiel a la voluntad popular y evitar la
concentración del poder, el poder del Estado está dividido según las distintas
funciones propiamente suyas.
La democracia se define propiamente como el gobierno de
la mayoría. Esta definición entiende primeramente que la sociedad civil se
compone de individuos quienes, en su calidad de electores o ciudadanos, tienen
todos y cada uno exactamente el mismo valor, esto es, un individuo es igual a
un voto, comprendiéndose que todos los individuos poseen la misma dignidad y,
por tanto, los mismos derechos y deberes. Todos tienen el mismo derecho y
obligación a votar y elegir. Todos tienen la misma obligación de acatar la ley.
Cualquier privilegio es rechazado. En segundo lugar, esta definición entiende
que una mayoría que acuerda algún tipo de alternativa de proyecto político
decide la cuestión. En una democracia representativa esta cuestión se refiere a
la elección de un representante de este grupo de individuos para que ejerza el
poder para gobernar, legislar o juzgar. En tercer lugar, una minoría puede ser
reprimida si atenta contra el bien común expresado por la voluntad mayoritaria.
Sin embargo, aunque un individuo pertenezca a una minoría, posee los mismos
derechos y deberes que un individuo que pertenece a la mayoría gobernante.
La democracia proviene de proyectar al ámbito público
el acuerdo privado entre personas libres quienes, al autodeterminarse, asumen
responsablemente el compromiso de convivir en sociedad. Sólo en la democracia
es posible que el Estado, que surge del acuerdo público de los individuos, sea
plenamente legítimo. Esta legitimidad se obtiene cuando el Estado se constituye
según la voluntad de una nación, el gobierno y la legislatura representan la
voluntad de la mayoría, los representantes se eligen regularmente y no existen
temas o problemas públicos que no puedan ser discutidos y debatidos libre y
abiertamente.
La democracia aparece como una estructura política
fundada en una estructuración política específica: el gobierno de la mayoría,
que es aquel que expresa la voluntad popular. Pero si la mayoría no tiene una
clara conciencia democrática, el régimen que ella puede establecer puede ser
claramente antidemocrático, como el liderado por un caudillo populista. De este
modo, una conciencia democrática significa tanto el respeto a la dignidad
personal de los demás como el identificar el bien común con la posibilidad de
todos a poder ejercer los derechos humanos fundamentales.
En el gobierno de la mayoría lo que vale es la cantidad
de individuos, no la calidad de algún individuo o de algunos individuos en
particular. La cantidad está indicando que cada individuo tiene el mismo valor,
indistintamente de sus cualidades personales. De las opciones posibles, en una
democracia se opta por la más votada. Puede que ésta no sea la mejor o la más
beneficiosa para una colectividad, pero es la que libremente ha sido
determinada en forma responsable por la mayoría de las personas.
El gobierno de la mayoría ha significado un gran avance
de la práctica política en la dirección de la igualdad social, pues supone la
igualdad jurídica de todas las personas, al menos de los adultos. Cada cual
tiene el mismo valor jurídico que otro, independientemente de su raza, credo o
género. Esto supone que cada cual tiene el mismo derecho para perseguir
libremente su propio interés. El fundamento de la igualdad jurídica reside en
la tradición cristiana de otorgar a cada ser humano la misma dignidad personal
en virtud de ser un hijo de Dios. Vale la pena consignar que esta igualdad de
dignidad ha sido negada por el Calvinismo que supone que sólo los elegidos han
sido predestinados por Dios para salvarse, mientras el resto lo ha sido para
condenarse.
Una igualdad jurídica es posible sólo cuando está
respaldada al menos por una igualdad de oportunidades. En la actualidad se cree
con bastante simpleza que el Estado debiera otorgar las oportunidades
igualitarias a todo individuo mediante la misma clase de educación escolar
obligatoria y una similar calidad de servicio de salud. Se supone que todos los
individuos jóvenes saludables y con similar escolaridad básica tienen las
mismas oportunidades en la partida de la larga carrera de sus vidas adultas y
depende de cada individuo el relativo éxito o fracaso posterior. La economía
liberal, que privilegia el capital privado sobre el trabajo, se encarga de que
esto no ocurra. La realidad de la formación y educación de un niño o un joven
también se encarga que las oportunidades sean distintas, ya que gran parte de
la educación y formación personal depende de la familia, su clase social y sus
condiciones materiales y culturales. De esta manera hay educación para formar
empresarios y educación para formar sus futuros trabajadores.
Una mayoría política se consigue no porque el interés
individual coincide en que es el mismo para todos, ni tampoco porque existe una
capacidad para consensuar un denominador común de intereses individuales donde
cada uno debe ceder algo para obtener algo, como podría enseñar el liberalismo
más extremo. Una mayoría se genera cuando se produce consenso sobre cuál debe
ser el interés común de la colectividad. No pueden existir acciones comunes que
puedan satisfacer plenamente a cada uno de sus componentes. Todos deben
sacrificar parcialmente su propio bienestar en función del bien común.
Pero consensuar el bien común no es una exclusividad de
la democracia. Un sistema totalitario también puede perseguir el bien común de
la colectividad, como trabajo para todos, defensa, salud, educación, vivienda,
etc. Incluso la propaganda puede generar el asentimiento popular acerca de cuál
debe ser este bien común. En Mundo feliz
de Aldous Huxley existía un condicionamiento psicológico para que cada
individuo se sintiera feliz en su función, la que era impuesta por el Estado.
En una democracia esa finalidad no está presente, puesto que el objetivo de
cualquier condicionamiento está en función del ejercicio de la libertad
individual. En consecuencia, el bien común en una democracia tiene como
condición la libertad individual. A través de la discusión pública de los
ciudadanos libres sobre la cosa pública es posible determinar el bien común. En
esta determinación los ciudadanos no sólo ceden intereses preferenciales, sino
que buscan solidariamente lo más conveniente para la colectividad. El bien
común que en definitiva se persigue, no es la suma mayor de de intereses
individuales, sino que es el que la mayoría determina.
La democracia no sólo salvaguarda el derecho a la
libertad de los ciudadanos, sino que ella depende de la capacidad de éstos para
ejercer la libertad. La libertad no debe ser considerada como la simple
facultad para elegir o no elegir, según Hume. Tampoco se trata de elegir una de
las alternativas ofrecidas según sus preferencias y posibilidades, como se da
en una economía de mercado. Ni siquiera consiste en la capacidad para elegir
entre una multiplicidad de medios para obtener un fin deseado, que es lo que
todo organismo viviente con sistema nervioso central efectúa permanentemente
(el ser humano crea muchas veces los medios). La libertad humana es la
capacidad para actuar en el marco de una cierta cosmovisión y un estado de
derecho y según la voluntad determinada tras una deliberación racional en vista
de una finalidad que, por lo intencional de la acción, adquiere una valoración
ética, legal y moral.
La construcción de un estado de derecho democrático no
admite ser abreviado, como podría serlo el dictado por una minoría o un
caudillo. Las instituciones que se establecen y las normas que se legislan
requieren no sólo de mucha sabiduría para que funcionen en el tiempo, sino que
deben responder a la voluntad de la mayoría y al derecho de todos. Si la
institucionalización de una democracia se efectúa al margen del juego
democrático, lo construido se destruye apenas resurge la posibilidad de
autodeterminación. Vendría a ser como que una potencia externa estuviera
dictando la política. Respecto a los principios éticos más humanos que deben estar
presentes en el ordenamiento jurídico y que una mayoría eventual pudiera
violarlos, en una democracia éstos son salvaguardados, pues el primer principio
político, del cual los restantes derivan, es que en una democracia el gobierno
es para el pueblo, incluyendo mayorías y minorías.
El ideal de institucionalización democrática es que el
régimen político siga funcionando con eficiencia independientemente de quién en
particular llegue a ejercer la representación popular. En cualquier caso, para
establecer un régimen democrático es necesario que el ordenamiento jurídico
suprima los privilegios de clase, pues es claro que los privilegios no son sólo
antidemocráticos, sino que también atentan contra los derechos de los demás. Es
claro que no todos aceptan la democracia como un régimen político deseable.
Desde luego, es difícil que las clases privilegiadas la deseen.
Pero hay razones más de peso para cuestionar la
democracia. En la historia Heráclito fue la primera persona en plantear el
problema que opone un gobierno racional con el gobierno de la mayoría, es
decir, entre una aristocracia y una democracia, o entre el gobierno de los
sabios y excelsos y el gobierno del número, en fin, entre el gobierno de la
razón y el de la fuerza. Este problema, que admite que el gobierno debe ser
efectuado por el bien del pueblo, pero que recela de la sabiduría del pueblo
para gobernarse a sí mismo y desconfía, al mismo tiempo, de la intención de un
tercero para gobernar según los intereses del pueblo, ha tenido sólo en los
últimos tiempos solución en la democracia representativa moderna. Si la
solución demoró y surgió tras largas luchas políticas, fue entre otras cosas
por la opinión de Platón, expresada por boca de Trasímaco, uno de los
personajes de La República, que
afirmaba que los mejores son los más sabios y que los mejores y más sabios
deben gobernar y poseer más que los de menor mérito.
En contra del platonismo, del cual derivan todas las
ideologías autoritarias, la solución adoptada por la democracia es simple y
reconoce una distinción entre las funciones de gobernar y de administrar. Los
gobernantes son los representantes directos de los gobernados, son fieles a sus
intereses y gobiernan dictando políticas que persiguen salvaguardar y enfatizar
dichos intereses. En cambio, los ejecutores de dichas políticas, los
administradores, tienen una condición de conocimiento más técnico, es decir, en
palabras de Platón serían los sabios. Lo específico de una democracia moderna
es que en el gobierno los administradores dependen del gobernante, siendo fiscalizados
por éste y siéndole responsables, y deben actuar según los objetivos políticos
del gobernante según el dictamen de la mayoría.
Sin embargo, el problema expuesto por Heráclito y
Platón, sobre que un gobierno racional de los mejores es contrario a la
democracia, subsiste en nuestros días. Los problemas principales que enfrenta
la democracia para un buen gobierno son que los individuos argumentan más con
los sentimientos y emociones que con razones objetivas, y que la imagen de los
representantes del pueblo puede crearse publicitariamente para adecuarse al
deseo de los electores, ocultando la integridad moral, la capacidad
intelectual, la dedicación y responsabilidad efectiva del candidato.
Representatividad
y división de poderes
Sin pretender ser exhaustivo ni estar guiado por un
cierto orden, me ocuparé de seguir anotando una cantidad de condiciones y
principios, relativas a subestructuras del sistema, que son importantes para el
funcionamiento de una democracia. Tanto la estabilidad como el funcionamiento
de una democracia se sitúan en la actitud democrática de al menos un grupo
importante de ciudadanos. Estos deben desear como fin principal, a modo de
valor ético firmemente establecido en el ámbito de principio social, el bien
común y el respeto inapelable de los derechos ajenos, aunque con ello se
limiten las posibilidades propias. También ellos deben renunciar a su mayor
poder económico relativo para hacer valer sus puntos de vista. Así, pues, si
bien la dosis de este tipo de valor es la fortaleza de una democracia, la
carencia es su debilidad, a pesar de todas las instituciones formalmente
democráticas que pudieran establecerse y de toda una elaborada legislación. Es
inútil querer implantar una democracia en pueblos que tienen costumbres y culturas
que no reconocen la supremacía de la persona sobre la estructura política,
cualquiera que ésta sea.
La estabilidad de una democracia radica en gran medida
en una relativa homogeneidad de los ciudadanos y en un cierto desarrollo
económico mínimo; por ejemplo, una democracia no germina bien cuando la mayoría
es analfabeta o predomina una cultura tribal. También es virtualmente imposible
su funcionamiento real cuando existen fuertes diferencias económicas entre los
individuos. Pero la causa de esta dificultad no proviene necesariamente de que
estas diferencias sean significativas, sino que del gran poder a causa de las
riquezas que confiere a quienes las poseen, haciéndolos políticamente
privilegiados, frente a aquel débil poder de los que nada tienen. Queda como
tarea futura encontrar algún modo para que las diferencias económicas no
desequilibren la natural igualdad política que se espera entre los individuos.
En una democracia directa el poder individual se
manifiesta en la asamblea donde se determina el bien común. Para que la
voluntad de cada individuo pueda allí expresarse libremente, su voto no debe
ser por aclamación, sino que debe poder ser expresado directamente por cada
asistente. Cuando la presión de una minoría bulliciosa y militante amenaza
forzar la inclinación de los asistentes, el voto puede ser secreto para
asegurar la libertad del votante. Cuando el cuerpo político supera el número de
habitantes de una aldea, la votación directa se vuelve impracticable y la
democracia adopta la forma representativa, con manifiestos espacios de
participación ciudadana.
En una democracia directa el voto individual no sirve
para resaltar el interés individual propio, sino que para decidir sobre
materias que interesan a la colectividad y la alternativa más votada gana. En
una democracia representativa el voto sirve para elegir a los representantes
que tendrán las funciones de gobernar, legislar y juzgar. No todos los
electores llegarán a tener sus representantes. La mayoría de los candidatos se
perderán en las elecciones, resultando electos los más votados. Además, no
siempre la voluntad del representante se realizará, sino que la alternativa más
votada.
El problema práctico que enfrenta una democracia
representativa es cómo encarnar en el Estado los intereses de la sociedad
civil. Es la representatividad real lo que genera la legitimidad del Estado.
Sin duda, el problema se hace más complejo si se considera que en la sociedad
civil existe no sólo una variedad de intereses, sino que también intereses contrapuestos,
y muchas veces estos intereses contrapuestos admiten el consenso a costa de
renunciar a parte de lo deseado.
Si la voluntad del elector en una democracia
representativa se manifiesta en la elección de un representante que interprete
lo más fielmente posible la voluntad ciudadana del electorado, incluso tal
voluntad tiene limitaciones formales. De la misma manera como una acción que
atente contra su propia vida es inmoral, también una intención o voluntad que
atente contra los principios democráticos sale fuera del derecho ciudadano.
Así, la voluntad de un elector de elegir un tirano es ilegítima desde la
perspectiva de la democracia y ésta podría sancionar tal conducta.
Está claro que un representante es responsable ante sus
electores, quien debe representar ante las instancias políticas pertinentes el
interés de éstos. La pregunta es si los electores son también responsables en
cuanto elector. Formalmente, en la democracia representativa individualista
cada elector es sólo responsable ante sí mismo, siendo de su conveniencia que
su representante actúe en la prosecución de su propio interés. Pero en la
compleja realidad de cada persona lo que tiene una gran relevancia son sus
vinculaciones con los demás en distintas escalas y planos. Una persona es
responsable ante los demás en cualquier acción que emprenda, pues no sólo se
afecta a sí misma, sino que su acción tiene efectos sobre los demás. La acción
de votar lo hace también responsable ante los demás, sobre todo cuando su voto
puede determinar el curso de la sociedad civil. En consecuencia, la sociedad
civil puede poner límites a la acción de una persona en una elección. En
general, existe consenso que los niños no deben votar porque aún no tienen un
criterio formado. Pero pueden existir instancias en que a una persona se le
puede limitar su derecho a votar, como para la opción de poner término al
régimen democrático. También la sociedad civil puede impugnar ciertas
prácticas: propaganda exagerada, uso de medios psicológicos, tergiversación, no
presentar un programa coherente, entre otros.
En suma, en una perspectiva extremadamente
individualista el representante se considera que debe representar fielmente los
intereses individuales del representado. Sin embargo, esta concepción no toma
en cuenta que el individuo representado no es una isla, siendo principalmente
una parte de un todo que es la sociedad civil, la que se caracteriza porque en
ella existen intereses comunes que afectan a toda la colectividad. En esta
segunda perspectiva, más social, el representante no representa intereses
individuales, sino que principios y programas políticos que tienen que ver con
el interés común. En consecuencia, un elector no está eligiendo a quien pueda
mejor representar sus intereses individuales, sino que elige a un representante
por los principios y programas políticos que estima que mejor pueden beneficiar
a la sociedad de la que forma parte.
En una democracia representativa las distintas
corrientes de opinión y de intereses individuales se organizan en partidos
políticos, de manera que éstos llegan a expresar los principio y programas
políticos que estos individuos así organizados llegan a concebir y de las
corrientes de opinión que manifiestan. El modo que tienen los partidos
políticos, en tanto corrientes de opinión, para hacer valerlas es proponiendo
aquellos candidatos que mejor las encarnen. Las organizaciones políticas con
mayor número imponen la acción política en razón de su mayor poder relativo y
no porque supuestamente son mejores.
El peligro que enfrenta un sistema representativo en
base a partidos políticos es que éstos pueden llegar a ser tan poderosos que
llegan a imponer los candidatos en las listas, siendo la elección un simple
trámite formal. La consecuencia es que la democracia deja de ser legítima y la
república deja de tener validez. La clase política se feudaliza y los
ciudadanos, que son la inmensa mayoría del país, pasan al estado llano, sin
detentar poder alguno. En sistemas autoritarios o poco democráticos por la existencia
de poderes de hecho, como gobernantes o parlamentarios vitalicios que ni
siquiera el pueblo los ha designados, la democracia comunal o municipal es un
pobre sustituto, pareciendo más bien a un sistema corporativista.
Las autoridades elegidas no son enviadas divinas ni
poseen ciencia infusa para determinar el curso de la acción política, como
algunos con mentalidad autoritaria suponen, sino que se deben a los ciudadanos
organizados en partidos que las eligió y ante la cual son en primer término
responsables. De este modo, las autoridades elegidas ejercen el poder político
en representación de la voluntad de quienes lo eligieron. Como contrapartida,
los representados pueden ejercer controles fiscalizadores eficaces sobre sus
representantes, no debiendo limitarse a no reelegir a aquella autoridad que no
ha desempeñado su tarea como fue su compromiso.
Esta responsabilidad cívica y política ha mostrado
garantizar adecuadamente la libertad, el respeto, la tolerancia, la justicia y
la paz interna. El equilibrio de la fuerza en manos de los individuos es más
efectivo que su concentración en manos de un grupo o de una persona para
conseguir el respeto de los derechos humanos y el bien común. El racionalismo
observa con espanto que las decisiones políticas surjan de negociaciones
consensuales provenientes de los más variados intereses y no de mentes sabias,
como pretendió que fueran los “déspotas ilustrados” dieciochescos. Pero una
democracia no logra funcionar del todo cuando se imponen ideologías autoritarias
que pretenden saber lo que es mejor para los individuos, recelando al mismo
tiempo sobre su capacidad para determinar lo que les conviene.
La base práctica del poder político en una democracia
moderna es la representatividad. Por muy humanitarias que sean las finalidades
que los gobernantes se propongan, cuando el poder político queda en manos de
grupos de poder autónomos (burocracias, partidocracias, tecnocracias,
estratocracias, plutocracias, teocracias, déspotas ilustrados, etc.), o de
quienes pretenden ser los mejores o los más sabios, o de quienes piensan que
actúan por el bien de la ciudadanía como si fuera su obligación moral, o de
quienes dicen representar los símbolos de la nación eterna, que es generalmente
el caso de los militares que suponen que su juramento a la bandera los coloca
por encima de los civiles, los abusos, arbitrariedades, corrupción y atropellos
son el resultado habitual. La buena intención o la excelencia no son sustitutas
de equilibrio de fuerza ni de concertación.
El poder tiende no sólo a corromper al gobernante, sino
a producirle locura. Muchos individuos pierden la cordura cuando adquieren
poder, llegando a creerse omnipotentes y sabios. Las virtudes y los defectos
humanos se manifiestan en toda su grandeza o en toda su miseria cuando un
individuo tiene poder, como si éste amplificara sus fortalezas y debilidades.
El poder es ansiado tanto para ser aceptado y como para servirse de él. Quien
lo detenta tiende a sentirse indispensable, a pensar que su acción es genial, a
suponerse merecedor de todo honor y gloria, a creerse designado por la Historia
o por el mismo Dios, a presumir que posee una misión que trasciende lo
contingente. La soberbia muchas veces ciega al poderoso.
Por otra parte, los gobernados tienden a magnificar al
gobernante del mismo modo como un club de fanáticos lo hace con su cantante
favorito. La plebe tiende a ser maravillada y, por tanto, engatusada. Existe
una necesidad psicológica de los gobernados a aclamar a los líderes y
entregarles el poder sin reservas. Pertenece a una actitud infantil que
necesita proyectar en el gobernante la imagen de padre protector y proveedor.
La locura arrastra multitudes, y una persona más sensata y cuerda difícilmente
tiene el carisma que las pueda llegar a entusiasmar. Así, pues, la democracia
no es jamás construida por multitudes insensatas, sino que por una mayoría de
ciudadanos muy cuerdos y sensatos, y la condición para mantener este sistema de
gobierno es que el grueso de los ciudadanos sea responsable y esté muy consciente
de lo que está en juego. La democracia es un asunto de personas responsables,
instruidas e inteligentes, y no de pobladas.
Contra estas perversas tendencias psicológicas que
habitualmente se manifiestan tanto en los representantes como en los representados,
la representatividad republicana es un método muy sano para asegurar un régimen
democrático. La representatividad rompe con la tendencia antropológica del
líder de terminar por suponerse superdotado e imprescindible, adoptando
actitudes despóticas y autocráticas mientras se rodea de lujo y pompa. También
rompe con la tendencia también psicológica de los gobernados de acatar crédula
e ilusamente la autoridad del líder, pues ella les exige justamente una actitud
críticamente activa y vigilante.
La sociedad civil debería encontrar un método más
efectivo para fiscalizar la acción de sus representantes. El gobernante, al
estar frente a los ojos de todos, le es difícil ocultar la intención detrás de
su acción. Pero no ocurre lo mismo con algún oscuro legislador o juez. Para
estos servidores públicos los portales del Internet deberían resumir y analizar
objetivamente, según reglas aceptadas, la actividad de ministros, legisladores
y jueces, y entregar asimismo el currículo personal de su vida política sobre
qué propuso, qué votó, qué omitió, etc. de cada uno de ellos. Así la ciudadanía
tendría herramientas para evaluar el desempeño de cada servidor, fiscalizar,
criticar y determinar si estaría apto para ser reelecto o no.
En el sistema republicano existen dos limitaciones al
ejercicio del poder político. Primero, es temporal y dura un limitado periodo
de años. Segundo, está contrarrestado por el sistema de poderes y contrapesos
(checks and balances). Adicionalmente, en el sistema democrático el gobernante
no es el padre, sino que es un representante que está mandatado mediante el
voto popular y mayoritario para ejercer la voluntad de sus electores.
Recíprocamente, al elector, o ciudadano, se le exige responsabilidad y
vigilancia.
El enorme poder que el Estado representa no puede
llegar a concentrarse en las manos de un individuo o un grupo político, pues el
peligro inmediato es que se termine con la democracia. La práctica política ha
seguido las ideas de Locke y Montesquieu de separar el poder en instituciones
independientes entre sí según las principales funciones del Estado: ejecutiva,
legislativa y judicial, con el objeto de establecer un equilibrio de poderes y
contrapesos. El propósito de esta división de poderes es evitar la
concentración incontestable del poder político, el cual tendería naturalmente a
limitar aún más la libertad individual por la latente arbitrariedad y no
representatividad del ejercicio del poder.
Además, a estas tres instituciones se han incorporado
instituciones relativamente autónomas con el objeto de mediar en los conflictos
que pueden suscitarse entre las primeras y entre éstas y el pueblo. De este
modo se han ido estructurando instituciones estatales que velan para que las
leyes que se promulgan estén acordes con la Constitución del Estado, que
despolitizan el nombramiento de los miembros del poder judicial, que fiscalizan
las acciones administrativas de los funcionarios del Estado, que protegen los
derechos de los ciudadanos ante posibles atropellos de instituciones y funcionarios
estatales, que garantizan la transparencia del accionar del Estado y de las
elecciones, que independizan el volumen monetario del manipuleo gubernamental.
La multifuncionalidad del Estado democrático moderno no sólo se refleja en la
división de poderes, sino también en las de los distintos ministerios o
secretarías de gobierno que tiene el poder ejecutivo.
No obstante lo anterior, ocurre que las burocracias y
tecnocracias que se entronizan en las instituciones públicas suelen escapar del
control ciudadano, y en su locura, soberbia, ignorancia o pasión insensata
pueden producir políticas aberrantes o simplemente inoperantes. Para avanzar un
paso más allá de Montesquieu, quizás se podría pensar en rescatar la venerada
institución del “consejo de ancianos” de los antiguos reinos y tribus. Estos
consejos estarían lejos de ser burocráticos, sino que más bien comprenderían
las personas más ilustradas y reconocidas de la nación por su reconocida
experiencia, probidad y sabiduría en determinadas materias que convienen al
interés público, como educación, urbanismo y obras públicas, defensa, seguridad
ciudadana, etc. Estos consejos, que deben responder a los intereses permanentes
o de largo plazo de una nación, tendrían por función orientar y aconsejar tanto
al gobierno como a legisladores y constituir la voz de lo antropológicamente
conveniente.
El mecanismo de representatividad no es solamente el
sufragio universal. Es imprescindible que el voto exprese opciones reales, y no
únicamente las ficciones, los mitos o los intereses particulares que mantienen
a grupos políticos en competencia por el poder. Los partidos políticos pueden
llegar a forzar con ideologías un aspecto de la realidad, impidiendo la
expresión de las necesidades reales de los individuos. También ocurre que los
partidos políticos pueden llegar a estructurarse como clase política,
desvinculada de la soberanía popular, y se adueñen del aparato estatal para el
propio beneficio, manipulando la formalidad de la representación ciudadana a su
antojo. En consecuencia, para que el mecanismo de la representatividad real
funcione bien se requieren tres condiciones: primero, que el candidato sea el
representante directo de los electores y responsable ante ellos; segundo, que
la gama de posibilidades políticas tenga amplitud, y tercero, que la ciudadanía
no sólo esté debidamente informada, sino que activamente vigile a su
representante.
En este sentido, una democracia requiere, además de
alfabetización universal, disponer de medios independientes de comunicación y
de canales confiables de expresión política que representen intereses reales de
los individuos, y no necesariamente los de sus propietarios o grupos de poder.
Sucede, sin embargo, que justamente los medios de comunicación pertenecen
predominantemente a grupos económicos que defienden precisamente los intereses
de clase. En nuestro mundo el mercadeo se ha desarrollado hasta constituir una
tecnología del convencimiento y de la persuasión hasta transformar los
criterios más decididos y determinados, lo que constituye un problema que
requiere solución si entre los objetivos propuestos por el Estado se encuentra
la justicia social y la diversidad de visiones culturales e intelectuales.
Una democracia funcionaría muy mal si los electores
fueran irresponsables e ignorantes en materias políticas. Naturalmente, los
candidatos podrían prometer maravillas para ser elegidos y jamás cumplirlas
cuando obtienen el cargo. Peor aún sería si además de promesas, los
representantes pueden disponer de cargos públicos que debieran ser inamovibles
y ocupados por funcionarios competentes, seleccionados únicamente por mérito.
La corrupción ingresa a la estructura política con el cheque en blanco que
otorga tanto poder de manipular al electorado.
La existencia del voto popular no es el fundamento de
la legitimidad de la democracia. Previamente, ésta supone el libre
consentimiento de los individuos, pues la democracia es el gobierno del pueblo.
La institucionalidad democrática no puede depender únicamente del voto popular,
pues éste es esencialmente precario, sobre todo considerando que éste puede ser
manipulado por la publicidad electoral y que fuerzas antidemocráticas pueden
terciar en producir mayorías circunstanciales, como movimientos religiosos o
xenófobos de tendencias políticas.
Para finalizar, no debemos olvidar que la democracia
moderna es el fruto de la Ilustración, que fue la época de Locke, Rousseau,
Montesquieu y tantos ilustres pensadores más. Fue necesario que llegara Freud
para derribar al ser humano de su pedestal racional. Ya vimos que el
individualismo propio de esa época, y que sigue rampante en nuestros días de
neoliberalismo, tergiversó la idea de bien común solidario con la del bien del
promedio de los intereses individuales y egocéntricos de cada individuo.
Debemos saber además que las personas que constituyen la sociedad civil
comparten sentimientos y emociones difícilmente conceptualizables que puedan
ser sometidos a la racionalidad y que son mezclas de temores, ansiedades,
frustraciones, sentimientos de soledad y abandono. Los expertos en creación de
imagen, que asesoran tanto a candidatos como a representantes populares
electos, han llegado a dominar estos conocimientos que son puestos al servicio
de sus clientes para manipular la voluntad de la ciudadanía a través de los
medios de comunicación como una moderna forma de demagogia. Una democracia
verdaderamente funcional debe estar consciente de sus debilidades y combatir
todo aquello que opaque la expresión más libre de las personas, las que también
tienen sentimientos.
Notas:
Este ensayo, ubicado en http://unihum9e.blogspot.com/, corresponde al Capítulo 5, “La democracia”,
del Libro IX, La forja del pueblo (ref.
http://unihum9.blogspot.com/).